lunes, octubre 27, 2008

Una bala perdida siempre encuentra un lugar

El escenario pudo ser el sillón negro de la sala, la librera turquesa del estudio. Mi almohada o la refrigeradora nueva. El árbol de mandarinas, el platanal. Pudo ser cualquier esquina, cualquier rincón de casa o incluso mi espalda. Pero fue su mágico espacio, su territorio sagrado, y mi instinto de madre, de hembra feroz se desplomó.

Ella entró a su cuarto, tiró su cajita de juguetes y cayó el plomo. Yo volteé inmediatamente la mirada y vi el agujero, vi la telaraña en la ventana, vi los vidrios en el suelo, vi los pedazos de plástico esparcidos, vi su cuerpo menudo a la misma altura del agujero y vi mi muerte. Y vi la muerte de todos, del mundo, por que fue al mundo entero a quien odié. Porque en ese momento no quería a más nadie que a mi hija. Que nadie se acercara, que nadie la pensara. Cientos de lágrimas me corrieron por el cuerpo, me convertí en un temblor humano. Los mosaicos del piso se partieron en pedazos y yo me hundí. Hoyo negro. Nunca antes tuve tanto miedo. Y grité y maldije y hasta recé. La abracé aterrada y no quería soltarla.

Desde esa noche, ella duerme conmigo, al lado, muy cerquita. Han pasado los días y la puerta de su habitación permanece cerrada, como si algo hubiera pasado. PERO NO PASO. NO PASO. Eso dice mi padre, eso me dicen todos, NO PASO. Pero yo sigo con miedo, sintiéndome fría, llorando a solas, aferrándola a mi. En medio de mi temores escucho los tiros, distorsionados, con eco, a distancia, a pocos metros.

Oigo el pum en mis oídos y para no ceder al terror me repito que no es real, que es el sonido de un trauma en mi cabeza, que no existe, que en mi país nadie dispara, nadie lastima, nadie mata, nadie muere....