miércoles, noviembre 19, 2008

En sus manos

El pecho apretado respiraba con dificultad y un ligero pito salía de mi boca con cada espiración. Era un ataque de asma que había desarrollado durante las horas nocturnas. Muy extraño, hacía muchos años de mi último ataque y de pronto ése, sin previo aviso. Quizás efecto del humo ingerido durante las últimas semanas ya que había fumado mariguana en exceso para mitigar la ansiedad, o quizás el simple resultado de un cambio hormonal.

Después de pensarlo un poco me levanté a pausas de la cama y me dirigí a la caja de medicinas en busca de mi bomba de ventolín; antes de presionarla en mi boca vi que había expirado hacía más de dos años, así que inmediatamente la boté. Entonces me preocupé, ese tren sonando desde mis pulmones, esa picazón en la parte inferior de la garganta, esa especie de asfixia y yo sin nada para medicarme.

Abrí el chorro de agua del lavamanos, me humedecí la cara y el escaso hilo de aire terminó de cortárseme cuando vi mi reflejo en el espejo. ¿De dónde habían salido esas líneas púrpuras? Me acerqué aún más y descubrí que eran las marcas de dos manos apretándome el cuello.

Dos manos grandes, fuertes, manos de hombre trabajador, manos que dan ganas de tocar, manos que dan ganas de que nos toquen. Esas manos eran ideales para arrancarnos la ropa con un mínimo esfuerzo, para sostenernos en la calle mientras damos un paseo, para acariciarnos ásperamente los pechos y las nalgas. Manos sexis, manos que despiertan el deseo. Los dedos largos y huesudos, perfectos para una previa penetración en el proceso del calentamiento.

Nunca antes había visto manos tan hermosas y bien formadas. Nunca había entrelazado mis dedos en dedos como esos. Nunca había lamido ni mojado con mis flujos una palma con líneas tan definidas y ahora, de la nada, aparecían en mi cuello.

Esperé despierta a que fuera el nuevo día. Al salir el sol me bañé sin prisas, me maquillé las marcas y llamé a la oficina para reportarme enferma. Aún sin cita acudí a mi viejo médico. Al llegar mi turno me chequeó por completo y no pudo esconder la pena que sintió al descubrir las marcas en mi cuello. Luego de un ciento de preguntas me recetó un sin fin de nuevos medicamentos y me mandó a casa.

Pasaron los días, los meses, los años y nada me alivió. Por más medicamentos novedosos y extraños que probé, nada alivió mi asma ni borró las marcas. Durante el día podía hacer mi vida normal, pero siempre, al caer la noche, regresaba esa angustia por el no respiro, ese sonido agudo envolviendo mi ambiente, esas líneas alrededor de mi cuello.

Me internaron en hospitales varias veces, me enviaron a psiquiatras, a curas de sueño, a clínicas de acupuntura. Yo por mi cuenta visité todo tipo de sacerdotes, pastores evangélicos, y hasta un brujo que me recomendaron en un rincón perdido en Santo Domingo, pero nada me dio un nuevo aliento.

Desde entonces respiro siempre por las noches con dificultad y duermo sola, acompañada únicamente de sus manos. Manos de hombre fuerte, de hombre trabajador, manos que dan ganas de tocar y de que nos toquen.